Miguel Angel
Gutiérrez
magjuridico@gmail.com
.
En muchas
ocasiones pregunté a sacerdotes católicos, ministros de otras religiones y
supuestos especialistas en derecho romano por qué la tradición dice que Jesús,
llamado el Cristo, fue condenado a
morir en la cruz, desde el punto de vista jurídico. Siempre recibí respuestas idiotas,
es decir, desentendidas de la realidad, que no tenían un fundamento jurídico de
verdad. Lo curioso es, precisamente, que
no hay un fundamento jurídico para la presunta muerte de Jesús.
En El proceso de Cristo Ignacio Burgoa
trata de una situación singular, toda vez que analiza una mala aplicación de la
justicia terrenal que concluye en un probable «deicidio», que, dicho sea de
paso, no constituye una figura jurídica. Aunque de manera muy prudente el autor
evita la discusión de si Jesucristo era o no un ser divino, o en qué medida, es
obvio que el proceso nos interesa por la vertiente humana, no la metafísica. En
este tenor, lo que los premios y castigos a los que pudieran hacerse acreedores
los participantes de la historia en el aspecto espiritual, si bien se mencionan
tangencialmente, están fuera de la ley humana y por lo tanto son irrelevantes
desde el punto de vista jurídico, aunque quizá no del penológico.
Me parece de
suma importancia destacar que, pese a que Jesús es el centro de algunas de las
religiones más importantes de la humanidad —en términos numéricos—, su existencia no es una verdad
histórica, ni siquiera comprobable; tarde o temprano se hace necesario
reconocer que la figura del Cristo se ha ido construyendo a lo largo de los
siglos acomodándose a la conveniencia política. Su descripción física, por
ejemplo, no se da en los Evangelios; la tradicionalmente aceptada data del
siglo IV y de documentos probadamente falsos de siglos posteriores (es decir, obedece a los caprichos de la imaginación de alguien que no
lo conoció y que la hizo con quién sabe qué intenciones), mientras que el uso del
crucifijo como símbolo cristiano fue una ocurrencia de Carlomagno en el siglo IX.
Ningún historiador contemporáneo menciona hechos como la supuesta matanza de
los inocentes, y sí hay, en cambio, gran cantidad de situaciones históricamente
comprobables que contradicen al mito. Es, por otra parte, históricamente cierto que la religión católica se funda primero como organización y que después ésta elige y modifica a su conveniencia los Evangelios que van a seguir, es decir, la religión no se formó con base en escrituras presuntamente sagradas. Por lo mismo tampoco hay evidencia incontrovertible de que los textos que se dicen sagrados realmente contengan la palabra de Dios. Las creencias, por muy firmes que parezcan,
no constituyen pruebas.
De cualquier
manera, mentira o realidad, el proceso del Cristo tiene gran valor didáctico en
general, y resulta ilustrativo desde el punto de vista de jurídico, pues se
trata de un «asesinato revestido de ejecución legal», según se desprende de las
reflexiones de Nicodemo.
En la obra de
Burgoa en cuestión se habla de las violaciones que se cometieron en el proceso
de Cristo tanto en términos del derecho hebreo como del romano.
Burgoa propone
que se trató de un juicio en doble instancia: religioso (por parte de lo judío)
y político (del lado romano). Posteriormente reitera que el sistema
jurídico hebreo estaba firmemente fundado en el Viejo
Testamento y en escrituras de la tradición judía (Torah, Pentateuco, &c).
Judea, invadida
desde 63 aC, conservaba su autonomía jurídica, conforme a la costumbre romana
sobre los territorios conquistados; sólo había injerencia en los delitos
públicos que afectaran a Roma.
En cuanto al
derecho penal adjetivo judío, el proceso debía normarse por diversos principios
previstos en los libros bíblicos ya citados:
· Publicidad;
los tribunales debían actuar frente al pueblo.
· Diurnidad; el
procedimiento judicial no debía prolongarse después del ocaso.
· Amplia
libertad defensiva del acusado.
· Escrupulosidad
en el desahogo de la prueba testimonial de cargo y de descargo, sin que
valiesen las declaraciones de un solo testigo.
· Prohibición
para que nuevos testigos depusieran contra el acusado una vez cerrada la
instrucción.
· Sujeción a la
votación condenatoria a nueva revisión dentro del término de tres días para que
generara la sentencia en caso de corroborarse.
· Inmodificabilidad
de los votos absolutorios en la susodicha nueva votación.
· Posibilidad de
presentar pruebas en favor del condenado antes de ejecutarse la sentencia.
· Invalidez de
las declaraciones del acusado si no fuesen respaldadas por alguna prueba que se
rindiese en JUICIO.
· Aplicación de
penas a los testigos falsos.
De lo anterior
se entiende que, como primera garantía ofrecida por la ley al acusado, está la
obligación de examinar a los acusadores delante del pueblo, y de que las
acusaciones y las defensas se den en público, a fin de que los jueces no osen
pisotear la ley, y al objeto de que juzgue el pueblo a los jueces, al acusado y
a los testigos, considerando la calidad de éstos tanto en los de cargo como en
los de descargo.
En la cuestión
del Cristo, como el proceso era inconsistente debido a que se violaron todos los
principios procesales (se llevaron a cabo etapas nocturnas, en secreto, no hubo
rendición estricta de la prueba, se admitieron testigos ya cerrada la
instrucción, la votación condenatoria no se sujetó a revisión antes de la
pronunciación de la sentencia, &c) se buscó acusarlo de violar reglas del
Estado romano.
Se asume que
Cristo fue condenado a la «muerte en cruz» por el delito religioso de
blasfemia, que por otro lado no se pudo comprobar. En el Derecho Hebreo no se
contemplaba la crucifixión como pena de muerte, sino la lapidación; por
consiguiente, el Sanhedrín aplicó a Jesús una pena no prevista en la ley judía.
La crucifixión era una sanción que se previó en el Derecho Romano para castigar
los delitos más graves, tales como la piratería, la sedición y la rebelión, en
los que el Estado era la «parte ofendida». Dicha pena no se aplicaba
a los ciudadanos romanos y mucho menos respecto de «delitos religiosos». Por
consiguiente, el mencionado tribunal cometió faltas in judicando, pues condenó a Cristo a la muerte en cruz sin tener
competencia.
Dado que la
blasfemia no existía en el Derecho Romano, los miembros del Sanhedrín, para que
Poncio Pilatos homologara la condena de «muerte en cruz», acusaron a Cristo del
delito de sedición.
El cuento de los
hechos refiere que Pilatos estaba temeroso del emperador Tiberio; por ello se
veía obligado a respetar las costumbres judías. Pilatos no encontró ningún
delito, pero la furia de la turba (léase ‘probable motín o conflicto bélico’)
lo obligó, complicado por la llegada de la Pascua judía y la costumbre romana
de no interferir en asuntos locales. En síntesis, el dilema de Pilatos puede
expresarse como un ultimátum:
«Si no ordenas
la crucifixión del Nazareno que se dice rey de los judíos, no serás amigo del
César, pues sólo a éste reconocemos por tal».
En realidad, a
fin de cuentas, no hubo un «juicio romano», dado que el caso no tenía sustancia
desde el punto de vista de la ley romana, por no existir el delito (ni la pena
consecuente) de blasfemia y por no haberse podido probar la existencia de un
delito contra el Estado romano, caso en el que tampoco había una pena aplicable.
Visto así el
análisis, se concluye que en realidad se trató de un caso en que la
política abatió a la justicia, fenómeno frecuente en la historia de la humanidad. La muerte de Jesús, entonces, careció de fundamento estrictamente jurídico.
En este renglón es
interesante establecer un paralelismo con un caso histórico, la muerte de
Sócrates, quien fue condenado a auto-envenenarse con cicuta. Aunque este proceso
fue también notoriamente injusto y no hay un responsable directo por su
condena, vale mencionar que los cuestionamientos del filósofo sobre los sucesos
de su tiempo así como sobre las respuestas que dio la sociedad ateniense a
ellos se habían vuelto insoportables, en especial porque dejaban a la vista una
gran estulticia y una pésima administración por parte de las autoridades. Desde
ese mismo punto de vista vale la pena reflexionar sobre los 75 votos condenatorios contra
los 6 absolutorios que se dice recibió Jesucristo; más allá de la ley, estaba
el deseo de eliminarlo, quizá porque simplemente se había vuelto un fastidio
para los pilares del status quo. •
.
Imagen: Annie
Swynnerton (1844-1933). «El sentido de la vista»
Véase también: http://ateismofeliz.blogspot.mx/
-
Véase también: http://ateismofeliz.blogspot.mx/
No hay comentarios:
Publicar un comentario